Todos los países del mundo afrontan la pandemia y sus nefastas consecuencias, económicas y de todo tipo. Y no son pocas las sociedades profundamente divididas por una honda grieta política.
Pero pocos le suman a estas dos cosas una inflación que ya lleva 14 años y que se desborda. Y muchos menos acumulan 10 años de recesión o estancamiento. Y son aún menos los que, a todo esto, le agregan un default el año pasado, que no se superó, porque el riesgo país está igual que entonces. Finalmente, en muy pocos países el objetivo principal del gobierno es controlar la Justicia para garantizar la impunidad de su principal líder.
Ninguna de estas cosas son catástrofes naturales. Las hemos ido haciendo nosotros solitos.
Por eso, Argentina ya es una estrella que opaca a todas las demás en el firmamento de los fracasos. Somos campeones mundiales del corazón en la boca. Vencedores olímpicos del tiro en el pie.
Pero no nos conformamos.
Y ahora, para agregarle sal y pimienta al gran guiso nacional, acabamos de encarar la segunda ola inaugurando un doble conflicto institucional. En efecto, la puja entre el presidente Alberto Fernández y el jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires por el cierre de las escuelas llega a la Justicia.
Y allí plantea, por un lado, un conflicto de poderes, entre un Ejecutivo que prohíbe y una Justicia que ampara. Pero además es un cruce de jurisdicciones. El Ejecutivo que prohíbe es federal y la Justicia que ampara es equivalente a la provincial. Será un nuevo matete a desenredar. El tema queda en el limbo jurídico por ahora, mientras pone a la Corte Suprema otra vez bajo la máxima tensión de los poderes políticos en pugna.
