La grieta que hoy nos parte en dos dentro de la Argentina también alínea en dos bandos irreconciliables a los latinoamericanos en su conjunto. Tal vez nunca estuvimos más unidos. Aunque estemos unidos en esta paradójica división.
Estamos con Guaidó, con Lenin Moreno, con Piñera, con Macri, con los bolivianos furiosos y con Bolsonaro. O con Maduro, con Correa, con los chilenos furiosos, con Cristina Fernández, con Evo y con Lula. Si hoy votáramos todos los latinoamericanos, seguro iríamos a balotaje.
El caso de Bolivia es claro. Hubo golpe de Estado, dicen unos. Evo hizo fraude, dicen los otros.
Tal vez la forma más correcta de ver el proceso sea admitir que en Bolivia no hubo un golpe de Estado, sino dos golpes de Estado.
Evidentemente, cuando el Ejército le “sugirió” a Evo Morales renunciar para pacificar el país, tuvo lugar un clásico latinoamericano, donde por acción o por omisión los militares definen la suerte de un gobierno. Eso es un golpe.
Pero el asunto es que Evo Morales venía dando un golpe de Estado desde 2016. Ese año hizo un referendo para ver si los bolivianos le permitían presentarse a un cuarto mandato, violando la Constitución que él mismo había reescrito. Como le dijeron que no, hizo que el máximo tribunal constitucional, manejado por él, le permitiera presentarse a un cuarto mandato (en contra de la Constitución y la voluntad ya expresada del pueblo) con el verso de que prohibírselo implicaba violar sus derechos humanos. Con ese criterio, cualquier norma implica violar derechos humanos. Por ejemplo, castigar el robo es violar el derecho humano del
ladrón a desear una vida acomodada.
Ya ahí, Evo había perdido su legitimidad. Pero no contento con todo eso, su partido cometió fraude en las elecciones. No lo dice cualquiera. Lo dijo una auditoría contratada por la Justicia y lo dijo la OEA, a la que el propio Morales puso a revisar los comicios para tratar de darle la legitimidad que él mismo había liquidado.
No se puede quitarles a las sociedades el más básico de los derechos democráticos: cambiar de gobierno siguiendo las reglas que ese mismo gobierno dispuso.
Es una gran lección para todos nuestros agrietados países latinoamericanos. Una gran lección para nuestros populismos que buscan eternizarse, para los que la alternancia democrática es una calamidad, una entrega del país, una plaga de Egipto, cuando en realidad, un cambio de gobierno tiene que ser lo más normal del mundo, el resultado más obvio y esperable de una democracia.