Forzado a radicalizarse, Alberto Fernández terminó ayer de adoptar los cantitos de La Cámpora como plan de gobierno. Se mostró duro con el FMI y, más importante, se plegó a la teoría de su nuevo ministro de Economía de hecho, Roberto Feletti, para explicar por qué hay inflación.
Alberto dijo todo lo contrario de lo que le decía a Cristina sobre la inflación, cuando ella era presidenta y él era su crítico más mordaz.
El presidente dijo tres cosas importantes. Primero, dijo que la inflación “no tiene nada que ver con la emisión monetaria” de dinero sin respaldo sino con “la especulación de un grupo de pícaros”. Después sostuvo que el problema de la inflación obedece a “la concentración de la producción”. Y, en tercer lugar, focalizó el problema en la industria de los alimentos porque allí unos pocos operadores pueden fijar los precios.
Vamos por partes. El drama de la inflación argentina no parece estar en los alimentos. En lo que va del año la inflación general acumula un 37%; los alimentos, 36,6%. O sea: si el problema son los alimentos, ¿por qué el resto de las cosas, en promedio, aumentan más?
Segundo: el problema no parece ser la concentración, más allá de que algunos rubros de alimentos puedan estar concentrados ¿Por qué aumenta el pan, por ejemplo? Hay miles de productores de trigo, centenares de molinos, miles de panaderías. Y el pan también sube.
Por último está la afirmación de Fernández de que la emisión de dinero no tiene “nada que ver”. El viernes pasado, en un solo día, el Banco Central le pasó al gobierno 95 mil millones de pesos crocantes, recién emitidos para que el kircherismo los gaste en comprar votos para la campaña. Para darse una idea, esa cifra, emitida en un solo día, es una vez y media todo lo que gasta la Municipalidad de Córdoba en un año. Sólo en octubre la emisión de dinero ya llega a 260 mil millones. Y a eso se suman las dos bolas de nieve de la deuda del gobierno y del banco central. Si llegan a querer frenar esas bolas pagándolas con emisión, no habrá maquinita que alcance.
Alberto Fernández es como el padre de una familia en la que muy pocos trabajan. Cada mes Alberto gasta los ingresos del hogar y revienta la tarjeta. Pero, como así y todo no le alcanza, fotocopia billetes en la piecita del fondo.
Pero él dice que el pícaro no es él. Según Fernández, el pícaro es el almacenero de la esquina, que se resiste a recibirle esos pesos truchos, sin valor, como si valieran lo mismo que una moneda de verdad.