El gobierno kirchnerista tiene el control pleno del Poder Ejecutivo y maneja 19 de las provincias. Al resto de las gobernaciones las lleva y las trae con dinero. Cristina Fernández controla a botonera el Senado. Lo único que le falta allí para hacer lo que quiera son los dos tercios. Y en Diputados tiene la primera minoría, fácilmente expandible a la mayoría con aliados y diputados dispuestos a negociar. Siempre los hay. El Poder Judicial está repleto de magistrados designados en los 12 años K.
Hay pocos antecedentes de semejante poder acumulado.
Lo único que no sabemos si controla o no es la Corte Suprema de Justicia. Digo no sabemos porque de todos sus miembros, uno fue designado por el peronismo antes de los gobiernos K, dos fueron designados por los K y el otro es un peronista que fue ministro de Justicia de Néstor Kirchner. Hay un solo integrante de la Corte que es seguro que no es peronista: Carlos Rosenkrantz.
Pero el poder K quiere más. Busca copar lo poco que escapa a su poder en la Justicia para garantizar que las investigaciones por corrupción queden en la nada.
Eso es lo que está en juego y por eso es tan relevante si mañana la Corte Suprema avala o no la decisión del Senado cristinista, al que le tomó minutos correr de sus puestos a tres jueces que investigaron e investigan causas que involucran a Cristina Fernández.
El compromiso de Alberto Fernández de garantizar la impunidad de su vice, que es quien lo hizo candidato a dedo, es total. Cómo será que, en una de las peores crisis económicas de la historia argenta, que es decir mucho, y en coincidencia con la crisis sanitaria, el presidente del país concentra todo su esfuerzo en esta guerra contra la Justicia. Lo primero es lo primero.
Por eso el viernes y el sábado, luego de una semana que fue un tembladeral económico, el presidente y sus funcionarios se dedicaron a una tarea para ellos fundamental: presionar, sin disimulo alguno, a la Corte Suprema para que mañana avale la destitución de los jueces. Todo bien violatorio de la Constitución nacional y de los principios de la república.
Eso sí: como la hipocresía no se le niega a nadie esos mismos funcionarios salieron a señalar a un grupo de automovilistas que en Rafaela pasó frente a la casa de uno de jueces supremos, Ricardo Lorenzetti, para pedirle con bocinazos que rechace el traslado de los jueces. Alberto Fernández acaba de darse el lujo de asociarlos al “fascismo” y al “nazismo”.
Es cierto que ningún juez tiene por qué ser molestado por nadie a la hora de fallar. Pero salir a marcarle la espalda a un grupito de vecinos por tocar bocina mientas el presidente comanda desde los medios y las redes sociales una operación pocas veces vista de casi todo el poder contra lo poco que queda sin colonizar en la Justicia es una cita con la vergüenza.