Desde que se inició la cuarentena, los economistas más ciegos del oficialismo llegaron a ufanarse de que la emisión descontrolada de pesos no generaba inflación, una vieja discusión teórica entre economistas. La relativa quietud de los precios parecía darles la razón a quienes siempre promueven que el Estado gaste cada vez más, sin importar el déficit, total se cubre, llegado el caso, imprimiendo dinero.
Ignoraban que esto era así por la brutal recesión ordenada por decreto. Con toda la economía parada, los pesos no circulaban y, por ende, no presionaban sobre los precios. Además, se pusieron precios máximos y tarifas congeladas.
Ahora se empiezan a ver las primeras señales de preocupación. Según las mediciones privadas, en julio la inflación dejó de bajar. Tal vez se ubique por encima del 2%. Y quienes hacen mediciones de alta frecuencia dicen que el fin de julio y los primeros días de agosto vienen mal. Y no es sólo porque la emisión descontrolada puede estar empezando a picar a medida que la economía vuelve a activarse en muchos lugares del país.
También es porque hay precios que no pueden contenerse más. Por ejemplo, vence el congelamiento de precios que habían acordado el Enacom y las telefónicas, así que los precios de los servicios de empresas como Claro, Movistar, Cablevisión o Telefónica van a tener aumentos promedio de entre 10 y 11%.
Claro que no es lo único. El gobierno también analiza permitir aumentos de la nafta y el gasoil, atrasados en 10% según las empresas. Están congelados desde diciembre y a estos precios las petroleras no tienen incentivo para producir. También hay cada vez más presión sobre el precio del gas en boca de pozo. Si el gobierno no quiere que suba el gas residencial, va a tener que poner cada vez más subsidios. Lo mismo con la electricidad. Más subsidios del los que ya hay es más emisión de pesos.
Encima, el dólar oficial es cada vez más difícil de sostener porque castiga a los pocos exportadores capaces de conseguir un dólar para el país.
En definitiva, la inflación comienza a dar las primeras señales de que no había muerto, como algunos economistas pensaban.
